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El amor como salida a la falsa dicotomía machismo-feminismo (y otras dolorosas verdades)

Entre más estudio ese gran misterio de la condición humana, más comprendo que hay cosas inevitables, como la violencia. No ha existido nunca, en ninguna época, ni en ninguna cultura, persona que no haya sido expuesta a algún tipo de violencia o que no haya ejercido nunca algún tipo de violencia contra otros. Eso es una dolorosa verdad que muchos no están dispuestos a reconocer, y prefieren seguir embriagados en fantasías infantiles, pues no toda la gente está preparada para asimilar la crudeza que suele acompañar a las grandes verdades humanas.

Siempre existirá la guerra, siempre existirán las vejaciones, las masacres, y también siempre existirá gente temerosa, fácilmente manipulable y susceptible a aceptar los discursos de odio como una forma de lidiar con sus propios miedos. La manipulación es una técnica relativamente sencilla que consiste en exagerar unos datos y minimizar otros. Esto crea una distorsión, una gran mentira fabricada con medias verdades. Por eso es tan fácil engañar a la gente con una mentira fabricada con retazos de verdad. Y para darse cuenta de esas cosas, se requiere fortalecer la espiritualidad, develar el velo de maya, la ilusión. Y bien dicen los hindúes que la ilusión primera es la ilusión de la separación. La persona despierta y consciente, se da cuenta de estas cosas, pero el despertar espiritual no es algo que se consiga de la noche a la mañana, o que se pueda conseguir con una receta. Es ante todo, una actitud frente a la vida.

Tras leer un artículo sobre la ingeniería social y la manipulación de masas detrás del discurso del feminismo (que en su expresión más extremista ha llegado a la locura y estupidez de criminalizar a todos los hombres como asesinos y violadores potenciales), me queda claro que los discursos de odio no podrán resolver los grandes problemas humanos. La única forma de lograr la necesaria reconciliación de los sexos y trascender la falsa dicotomía feminismo-machismo -al igual que ocurre con el racismo o el clasismo tan de moda hoy en día- es optar por una tercera vía: el amor.

Lástima que en una era donde abundan los discursos de odio, hablar de amor sea algo tan anacrónico y anticuado, algo tan incómodo para los expertos en manipular a las masas temerosas. Por eso el perdón, la compasión, la justicia, la virtud, y su vínculo con la divinidad, son verdades universales que han estado presentes en prácticamente todas las culturas, de todos los tiempos.

Sólo el amor a todas las cosas, podrá sacarnos de la confusión que vive nuestra sociedad actual. El amor, y no el odio, es la única vía para ser feliz y al mismo tiempo resistir las muchas terribles verdades del mundo. Observen a la gente amorosa a su alrededor, y verán que hay algo de verdad en esto que digo yo. Sólo el amor puede trascender la maldad que anida, sigilosa, en el corazón de las personas. Esta es una verdad muy antigua.
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El cártel bancario

La siguiente reflexión surgió a raíz de una nota de la BBC sobre Cómo funcionan los 28 bancos que dominan la economía mundial.


No hay institución más criminal en la faz de la Tierra que los bancos. Y menos aún cuando operan de manera organizada para modificar el valor del dinero mediante operaciones financieras basadas en la mera especulación (otro caso que confirma mi tesis acerca de que el valor de las cosas es determinado por el discurso).

¿Qué pensaría Marx sobre la manera en que el cártel bancario rompe con todas las reglas de la teoría economía clásica? El capital financiero que ha crecido de manera exponencial desde la década de 1980 funciona con dinámicas muy distintas al valor de uso y valor de cambio que sitúan a la fuerza trabajo como la mercancía elemental de la maquinaria económica. A los bancos esto no les importa porque la oferta y demanda se crea no a partir de necesidades, sino a partir de discursos especulativos sobre el futuro, sobre el miedo al futuro. El funcionamiento de las aseguradoras no se puede entender de otro modo.

Muchas de las recurrentes crisis financieras que padecemos funciona bajo esta lógica de irracionalidad, donde el miedo a lo que todavía no ocurre genera ganancias. Y el problema es ese: que los bancos se han adueñado del futuro a través del discurso. De ahí el papel central que tienen hoy en día las llamadas calificadoras de riesgo. Y en este sentido, la prensa y los medios juegan un papel fundamental: alimentar el miedo a través de la especulación exagerada sobre el fin de la humanidad a través de la última enfermedad de moda (AH1N1, zika y un largo etcétera), la próxima guerra mundial, el próximo apocalipsis zombi o incluso los efectos devastadores del cambio climático, funcionan muy bien para alimentar la maquinaria del terror que genera ganancias exorbitantes a los bancos.

Lo cual me lleva a una efímera conclusión: quizá no haya forma más efectiva de acabar con los bancos que despojarnos de nuestro miedo a las imprevisibles contingencias que implica estar vivo. Aceptar la paradoja del caos, quizá sea la clave para salir del atolladero civilizatorio en el que nos encontramos.

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El miedo a ganar

En la vida como en el futbol, se puede perder contra el rival pero no contra el miedo. Hoy fue lo que experimentó México, una vez más. Tuvo a Holanda contra la lona y le dio miedo dar el siguiente paso, la estocada definitiva para romper con la inercia del fracaso que nos ha perseguido durante dos décadas en las justas mundialistas. Parecía que hoy sería distinto, que el Piojo Herrera se moriría con la suya, que se la jugaría al frente como hizo en la primera fase del Mundial Brasil 2014. Pero no fue así.

La pesadilla mexicana comenzó luego de anotar el primer gol. El sufrimiento de ir ganando. Vaya ironía. El escenario parecía inmejorable. Al verse abajo en el marcador, Holanda tendría que arriesgar, abrir espacios. Las condiciones estaban dadas para responder agresivamente y finiquitar el partido. Pero no. El carismático entrenador mexicano decidió traicionar su filosofía de juego al hacer su primer cambio defensivo. En un movimiento táctico difícil de entender, sacó a Giovani, autor del gol tricolor, para meter a Aquino, quien de manera circunstancial logró colarse de último minuto a Brasil. Herrera tuvo miedo de perder la ventaja. Apostó por mantener la diferencia mínima desde el minuto 60. Era demasiado prematuro para echarse atrás. Los holandeses, rugidos de gol, se vinieron encima. Además de perder el control de la media cancha, México perdió pegada al frente. El cambio de Oribe Peralta por Chicharito terminó por desdibujar el parado de los verdes sobre el terreno de juego, debido a que el delantero del Manchester United requiere de un cómplice al frente para hacer daño a la defensa rival y abrir los espacios necesarios para que sus compañeros lleguen con claridad a la meta enemiga. Nada de eso ocurrió.

Las llegadas con peligro del cuadro europeo fueron cada vez más insistentes. El portero Guillermo Ochoa hizo gala de sus reflejos felinos en un par de ocasiones para mantener el resultado. La fatalidad rondaba en el aire. Era cuestión de tiempo para que cayera un gol en contra. Un rebote seguido de un potente disparo de Wesley Sneijder acabó con la esperanza de romper la maldición. El penal solo terminó por confirmar la hipótesis. Aún cuando los holandeses fallaran la pena máxima, la suerte estaba echada. El cuadro nacional no tenía con qué responder al frente tras quemar todos sus cambios. México perdió por el miedo a perder. Otra vez. Otra tarde triste de sueños que se van directo a la coladera. Otra vez la impotencia, la frustración. En el futbol como en la vida, hay formas de perder. México optó por una particularmente dolorosa: el terror de salir a ganar.

No se trata de hacer leña del árbol caído. Los jugadores dieron un Mundial mejor de lo esperado. Me gustaría que el Piojo siga al frente del Tri otros cuatro años. Pero si queremos avanzar tenemos que aprender de nuestros errores. Algo que no ocurre actualmente.

La cosa no pasaría de ahí, si no fuera por las reacciones al término del partido. Los comentarios que inundaron las redes sociales evidenciaban con amargura nuestra triste realidad, la mediocridad endémica que tanto hemos cultivado los mexicanos de un tiempo a la fecha, la misma que tiene al país en la ruina. No es una exageración. El futbol como espejo de la realidad, terminó por desnudar nuestras muchas limitaciones como nación.

La derrota fue culpa del árbitro. No importó que el mismo árbitro nos perdonara un penal claro como el agua al final del primer tiempo. No importó que México hubiera sido echado atrás durante los últimos 40 minutos del partido sin opciones al frente. No. Una vez más, terminamos asumiéndonos como víctimas de las circunstancias en lugar de hacernos responsables de nuestro destino.

Para el Piojo Herrera y millones de furibundos usuarios de internet, la derrota se explicaba por una decisión arbitral que debería ser investigada por la mismísima FIFA, y no por lo que el equipo dejó de hacer en la cancha. Por supuesto, es más cómodo buscar culpables fuera, que asumir la responsabilidad de nuestras acciones. Es justo el mismo patrón de comportamiento utilizado por el gobierno de Enrique Peña Nieto para explicar el estancamiento de la economía nacional debido a causas exógenas como la parálisis de la economía de Estados Unidos. Una vez más, México es víctima del árbitro, del mercado internacional. El pobrecito México, el indefenso que siempre se termina chingando frente a las potencias. Una mentalidad estúpida que nos ayuda a entender la triste realidad que padecemos todos los días, la del abuso sistemático de las cúpulas, la apatía que prevalece en las calles a la hora de pelear por aquello que nos corresponde, aquello que nos pertenece.

Lo mismo ocurre con el conformismo fácil. “Se hizo lo que se pudo”, es la justificación perfecta para la mediocridad que padecemos, aún cuando se tuvo la mesa puesta para salir a ganar y comerse el mundo. La manera en que la gente aplaude a su selección de futbol por “devolverle la ilusión”, aunque sea un efímero momento, es similar a lo que ocurre durante las campañas electorales, cuando la gente termina creyéndose las mismas mentiras de siempre con tal de dejarse envolver por esa ilusión perversa de que las cosas van a cambiar tachando una pinche boleta.

Mientras sigamos repitiendo los mismos patrones de siempre, las cosas no cambiarán, ni en el futbol ni en la política. Seguimos atados a la inercia del conformismo. Buscar villanos para justificar nuestra desgracia es otra forma en que se manifiesta la cobardía. Por eso no crecemos, no maduramos. Seguimos actuando como niños indefensos despojados de un dulce. Así actuamos ahora mismo que nos intentan arrebatar el petróleo o fortalecer el control mediático que sustenta al actual régimen. Por supuesto, es más cómodo asumir la cobarde postura de culpar a los demás antes que aceptar el dolor de vernos a nosotros mismos como lo que realmente somos.

Si queremos que las cosas cambien, tenemos que actuar diferente, pensar diferente. Tenemos que asumir la responsabilidad de nuestras acciones, asumir una postura crítica para aprender de nuestros errores y seguir avanzando de frente, a pesar de los obstáculos, a pesar de todo. Si queremos crecer, tenemos que vencer nuestros miedos. Así en la vida como en el futbol.

El canario en su jaula

Ver a los pájaros en sus jaulas resultaba particularmente triste. Ahí estaban los loritos con su cabeza roja a la espera de un comprador. Triste era saber que la gente compraba aves en los mercados solo para tenerlas como adorno en sus casas. Tristes también resultaban los vendedores de los pajaritos, cargando varias jaulas en el lomo, con el hambre tan suelta, haciendo estragos pa’ comer. El drama de hombres y pájaros en sus propias celdas. Eso pensaba cuando escuché una vocecilla.

— ¿No sabías que la libertad tiene un precio que no todos están dispuestos a pagar?—, me preguntó un canario.

Me sorprendió la pregunta. Me acerqué despacio a su jaula mientras el vendedor ofertaba un lorito a un niño curioso que pasaba por ahí.

— Tienes razón pajarito. ¿Y cuál es el precio?—, le pregunté.

— El abandono del mundo. ¿No lo sabías?—, respondió.

El vendedor se dio cuenta de mi presencia y me abordó de inmediato.

— El que le gusté joven—, dijo mientras me mostraba al lorito de las alas rotas parado sobre una rama.

Me sentí mal. Tenía ganas de hablar con el vendedor. Explicarle el daño que hacía al contribuir al secuestro de aves para luego venderlas en los mercados para que sirvieran de un bonito adorno en casa de alguien. Luego me di cuenta que no conocía nada de ese hombre, ni sus alegrías, ni sus fracasos. ¿Quién era yo para juzgar al vendedor de pájaros y ponerme a dar clases de moral? «Gracias», fue lo único que pude responder con una tenue sonrisa y una mueca de insatisfacción. Me retiré. Volteé de reojo para ver al pajarito en su jaula. Me miró de regreso. Fue una despedida silenciosa.

En el camino a casa pensé en las palabras del pajarito. «El precio de la libertad es el abandono del mundo», era el mensaje que había querido transmitirme el canario. Me recordó a Herman Hesse. Quizá el pajarito ya había leído el Lobo Estepario. O quizá llegó a esa conclusión meditando en su propio encierro, recordando aquellos días en el campo, con la familia que nunca más volverá a ver. El pajarito tenía el pico lleno de razón. El precio de la libertad es alto. A veces se puede ir pagando en abonos y a veces no se termina de pagar nunca. Los intereses y los miedos se lo van comiendo a uno. ¿Qué nos queda entonces? Pagar de contado y afrontar las consecuencias: acostumbrarse a la soledad, vagar por calles vacías, sentirse ajeno a todo, como extranjero en  su propia tierra. Por eso Nietzsche afirma que la libertad es «el privilegio de los fuertes». La libertad es la absolución del miedo, el miedo de vivir solo. El pajarito lo sabía bien.

Tomé el autobús. En el camino no pude dejar de preguntarme hasta dónde llegaban los muros invisibles en los que por momentos me sentía atrapado. ¿Sería posible que mi obsesiva búsqueda de la libertad se hubiera convertido en mi prisión? Llegué al departamento. Las paredes se hacían cada vez más estrechas. Empecé a sofocarme. Así me sentía a diario, sentado en mi escritorio, mientras revisaba las pautas de publicidad de algunos clientes del despacho. Quería gritar, salir huyendo como caballo desbocado. El esfuerzo diario por controlarme me tenía agotado. Pensar en el encierro comenzaba a afectarme. Abrí la ventana para tomar el fresco. Unos pequeños pajaritos cafés alimentaban a sus crías en su nido, ubicado en un poste de luz, junto a un transformador y entre una maraña de cables. Se veían tan tranquilos. Me sorprendió verlos afables y contentos a pesar de vivir en un lugar tan tétrico. Comprendí que la libertad también es eso: aprender a soltar, vivir más ligero para no morir de asfixia. Tenía ganas de hablar con alguien. Recordé las palabras del canario en su jaula. La estancia del departamento permanecía vacía. Ahí estaba yo, gozando el dulce tufo de la libertad.

No: cuando la alegría puede más que el miedo

Derrocar una dictadura cruel como la de Pinochet, a través de la alegría, suena descabellado y un poco choteado al día de hoy. Pero no deja de ser cierto. La risa es un imán poderoso, capaz de alcanzar cosas que la tristeza, el desencanto y a resignación no pueden lograr a pesar de estar cargadas con altas dosis de verdad y razón. Nos gusta la alegría, no lo podemos evitar. Por eso las dictaduras no soportan la burla. Quizá el día que recordemos sonreír más las cosas empiecen a cambiar en serio. La risa como forma de protesta. Me agrada la idea.

Aforismos de la muerte

Todos los días morimos lentamente. Con cada respiro se degradan células de nuestro cuerpo que nunca volverán. Con el paso de los años, el genocidio celular será total. Es inevitable. Puede parecer trágico, pero no lo es. La muerte es un recordatorio permanente, una bendición. Nos hace conscientes de que más tarde o más temprano llegará el final. Eso lo lleva a uno a replantearse las cosas. A vivir más intensamente, por ejemplo. Si la existencia es tan efímera, ¿por qué habríamos de desperdiciarla en tonterías que no valen la pena? Vivir mata, como reza la película de la Zavaleta y Giménez Cacho. Quien tiene plena conciencia de esto puede andar por los torcidos callejones de la existencia con un trote más liviano, más afable y alegre. Los budistas lo saben bien. Si de todos modos vamos a morir, entonces habrá que disfrutar la vida en plenitud, cada segundo, como si fuera el último. El presente adquiere en ese momento una nueva dimensión, un nuevo relieve. Vivir aquí y ahora, como si no hubiera mañana, como si no importara que hubiera mañana. El temor a la muerte se desvanece y nos libera de las ataduras de la carne. Es entonces que el dilema shakesperiano se convierte en la piedra angular de nuestra angustiosa existencia. «Ser o no ser, esa es la cuestión». Todo se reduce a eso. Ser o no ser, existir o no existir, vivir o dejar de vivir. Sólo el que vive en plenitud puede escapar de las fauces de la muerte. Ahí están Enoc y Quetzalcóatl para dar cuenta de ello, seres mortales que escaparon del olvido eterno a través de sus acciones, evidenciando que la divinidad del ser humano está dentro de nosotros, mucho más cerca de lo que suponemos. Lo trascendental se esconde en el placer de vivir. El mundo es de los valientes, reza el dicho. El que vive con miedo morirá. El que vive sin miedo de morir, vivirá. Es una ley muy antigua. Vivimos para morir y para morir vivimos. Desde esta perspectiva, resulta absurdo aferrarnos a respirar a medias, soñar a medias, amar a medias, vivir a medias, con el alma amputada por el miedo permanente de estar vivos. El primigenio horror que sentimos por la muerte no debe convertirse en la justificación de nuestra inexistencia. Volvemos de nueva cuenta a la pregunta que se hace a sí mismo el príncipe Hamlet mientras clava la mirada en los cóncavos ojos de un cráneo entre sus manos. Ser o no ser. El principio de todo. ¿Por qué entonces dejamos que nuestro temor a la muerte termine decidiendo por nosotros? ¿Por qué dejamos de ser lo que somos? ¿Por un simple capricho material? Polvo eres y en polvo te convertirás. Una metáfora de la muerte que llevamos cosida en las entrañas, lista para dar el mortal hachazo en un repentino parpadeo. Supongo que el delirio de inmortalidad que padece nuestra especie tiene que ver con eso. La única manera de acceder a la inmortalidad es renunciar a ella y vivir en plenitud. Qué irónico. Es lo que aprendió Gilgamesh al final de su viaje. Querer escapar del ineludible designio de la muerte es igual a renunciar a nuestra posibilidad de autorrealización, renunciar a ser quien somos, huir de nosotros mismos. La vida es un suspiro. No tiene caso perdernos en las minucias que a diario nos plantea la realidad cotidiana. Hay que «amar la trama más que el desenlace», como canta Drexler. Vivamos sin miedo a vivir. Quizá sólo entonces podamos disolvernos en en el aire para entrar en el sueño etéreo de la muerte. Dotar de trascendencia a cada acto de nuestras vidas será nuestra puerta de entrada a la inmortalidad.

De la serie Delirios de lucidez

El miedo de Galeano

Aforismos del escritor uruguayo Eduardo Galeano, quien hace una radiografía del miedo en las postrimerías de la modernidad europea marcada por el liberalismo económico y otras linduras.

Preludio sobre el fin del mundo: el apocalipsis maya de 2012

“¡Hágase así! ¡Que se llene el vacío! ¡Que esta agua se retire y desocupe el espacio, que surja la tierra y que se afirme! Así dijeron. ¡Que aclare, que amanezca en el cielo y en la tierra! No habrá gloria ni grandeza en nuestra creación y formación hasta que exista la criatura humana, el hombre formado. Así dijeron”.

Mito de la creación según el Popol Vuh

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Una fecha inscrita en una piedra basta para desatar el frenesí colectivo por el fin de los tiempos. El terror construido por la incertidumbre y la mercadotecnia. Un mundo donde los efectos devastadores del cambio climático, el hambre como forma sistemática de exterminio y las continuas guerras de todos contra todos no alcanzan a satisfacer nuestras expectativas de lo que debería ser el armageddon. Pareciera que nuestra ansiedad requiere una producción de mayor envergadura, algo más violento, espectacular, desgarrador. Un cataclismo de proporciones bíblicas al compás de Wagner y su Cabalgata de las valquirias. Un cielo color sangre ardiendo entre fulminantes meteoritos capaces de convertir rascacielos en escombros al estilo Bin Laden. La tierra convulsa abriendo una fosa capaz de tragar ciudades enteras de un parpadeo. Una vorágine óceanica escupiendo tsunamis. La risa sardónica de los mayas contemplando los rostros crédulos de los turistas que han decidido viajar al otro lado del mundo para contemplar el apocalipsis en primera fila. El espectáculo de la devastación total estilo Hollywood, la pandemia en los tiempos de Youtube. La postal perfecta para escribir el epitafio de la humanidad.

Increíble todo lo que puede provocar una fecha escrita en una piedra cuando se combina con la psicosis del New Age.  Las pruebas irrefutables y las aburridas respuestas de la ciencia moderna poco importan cuando un vehemente deseo de aniquilación se apodera de imaginaciones inocentes para convertir la histeria colectiva en lucrativo negocio. Gente guardando provisiones en el bunker para resistir la hecatombe. Hordas de locos esperando impacientes en lo alto de un cerro la llegada de seres luminosos que habrán de transportarlos a la quinta dimensión. La extinción total en el precopeo. Shiva el destructor acariciándonos la entrepierna. Tezcatlipoca vomitando huracanes. El último aliento antes del fin del mundo.

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Quizá por ello resulta increíble que una fantasía concebida por el escritor estadounidense Frank Waters en 1975 e inspirada en la inscripción del monumento 6 de Tortuguero -antiguo asentamiento maya ubicado en el municipio de Macuspana, Tabasco- haya sido capaz de mantener en suspenso a buena parte de la población global en los días previos al 21 de diciembre de 2012. Una fecha en la cual, Waters aseguraba que la humanidad entraría en un nuevo estado de conciencia como consecuencia de la alineación astronómica en el cierre del baak’tuun 13.

De acuerdo con Erik Velásquez García, epigrafista y experto en la interpretación de glifos mayas por el Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM, cada baak’tuun comprende un ciclo de 144 mil días (5 mil 125 años) con el que las antiguas civilizaciones mayas llevaban el cómputo del tiempo desde la creación del universo. Algo que difiere mucho con el despertar de la conciencia de tintes apocalípticos anunciada por Waters en su libro Mexico mystique: the coming sixth world of consciousness.

“Por analogía con las ideas de los mexicas sobre los Cinco Soles Cosmogónicos, lo que hizo Waters fue mezclar este dato con lo interpretado en el Monumento 6 de Tortuguero y pensó que era la fecha en que se llegaría a una especie del final del Quinto Sol a través de un cataclismo, amalgama que también mezcló de una forma nada académica, sino completamente ecléctica, con las ideas futuristas que encontró entre los hopis del suroeste de Estados Unidos, para armar una especulación que desembocaría en diciembre de 2012, con el supuesto final de nuestro mundo”, afirmó Velásquez García en entrevista para la Gaceta UNAM publicada el 4 de marzo de 2012.

Monumento 6 de Tortuguero, Tabasco, México.

Monumento 6 de Tortuguero, Tabasco, México.

Sin embargo, poco pareciera importar la opinión de los expertos en un mundo ávido de cataclismos, merchandising y profetas de dudosa procedencia. La perversión histórica nos dice poco de quiénes fueron los mayas en realidad y dice mucho de quienes conformamos esta sociedad global y esquizofrénica paralizada por los efectos embrutecedores de los mass media. Sólo así pueden explicarse los ataques de pánico en Rusia (donde el Kremlin tuvo que salir a aclarar que no existen indicios para pensar en el fin del mundo), las amenazas de cárcel para los promotores del apocalipsis en China, el 95% de ocupación hotelera en la Península de Yucatán, la urgencia de prender los sirios para elevar las plegarias. Oímos lo que queremos oír, vemos lo que queremos ver, anhelamos con fervor el fin de la existencia.

¿Qué hace tan fascinante el fin de los tiempos? ¿Por qué nos seduce con tanta fuerza la grandilocuencia estridente de la nada? ¿Será tanto el sufrimiento que ronda en la Tierra como para explicar este placer prohibido por el suicidio masivo? ¿O será acaso una forma de burlarnos de nuestras vidas miserables?

De acuerdo con la etimología, la palabra mundo proviene del latín mundus, que significa “limpio, elegante», término que a su vez proviene del griego cosmos, que significa “ordenado». Es quiere decir que la noción grecolatina del término posiciona al mundo como aquel lugar donde prevalece el orden por encima del caos, ese abismo tenebroso que antecede a todas las cosas. Quizá eso explica por qué en el imaginario de los hombres, el fin del mundo se construye como un arrebato violento, anárquico, confuso, desorganizado, terrible. El fin del mundo representa entonces el fin de un orden preestablecido.

Schopenhauer creía que el mundo como lo percibimos no es sino el resultado de nuestras representaciones, el mundo como reflejo de nuestra voluntad, deseo insatisfecho, dolor insondable.

Wittgenstein en cambio, concebía al mundo como una relación causal de hechos basados en un conjunto de ‘entidades’ que conforman la condición de posibilidad del mundo: la estructura lógica, los valores morales-estéticos y el sujeto metafísico.

El mundo no es un lugar físico, propiamente dicho, sino un conjunto de significaciones que ayudan a definir los límites de la realidad caótica e infinita donde cualquier cosa es posible. De ahí que toda metáfora sobre el fin del mundo implique, forzosamente, una nueva correlación de significados sobre los que se articula una determinada idea de mundo. Es decir, que la destrucción y resurrección del mundo como lo conocemos es un acontecimiento posible en el plano de lo simbólico y no en el terreno de lo físicamente tangible, como insisten los mercaderes del holocausto global inspirado en una antigua estela precolombina.

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En la cosmogonía maya, el mundo está dividido en tres esferas: el cielo (morada de los dioses), la tierra (representada por el lomo de un gran reptil) y el inframundo (lugar donde habitan los muertos). En el centro del mundo, se encuentra Yaxché, la Ceiba sagrada, el árbol de la vida cuyas ramas rozan las nubes y sus raíces penetran hasta las entrañas mismas del subsuelo, conectando así los tres planos de la realidad. Desde esta perspectiva, el fin del mundo se parecería más a la deforestación sin cuartel que se vive en los bosques tropicales del planeta, que al libro de las revelaciones escrito por el profeta San Juan.

En su lecho de muerte, aquel 3 de junio de 1995, a tan sólo unas semanas de cumplir 93 años de edad, Frank Waters nunca imaginó todo lo que desencadenaría su fantástica reinvención de la mitología mesoamericana. Los mayas tampoco imaginaron que una inscripción ordenada por un gobernante de nombre Balam Ajaw en el siglo VII para conmemorar la creación del mundo desembocaría en una epidemia de pánico colectivo de alcance global en los albores del siglo XXI.

Sin embargo, no todo está perdido. Si el mundo es en realidad un conjunto de significados, es posible que el delirio de Waters pueda ser utilizado como la metáfora ideal para declarar el fin del actual modelo civilizatorio, emanado de la modernidad occidental, y comenzar algo nuevo, aferrados a la esperanza de que algo mejor está aun por venir. Quizá por eso nos seduce tanto la idea del fin del mundo. Bienvenido sea. |||

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El miedo y la resurrección

El miedo siempre ha sido el más eficaz instrumento de dominación. El miedo paraliza, ciega el entendimiento. Y eso es precisamente el escenario que hemos vivido en México los últimos años. De ahí que el terror y la promesa del orden hayan sido utilizadas históricamente como las dos justificaciones más comunes para establecer a las dictaduras. Sólo así puede explicarse el supuesto triunfo electoral del candidato presidencial del PRI, Enrique Peña Nieto, y la alegría incontenible del presidente Felipe Calderón. Sólo así puede explicarse que los medios de comunicación revivieran las campañas del miedo en la recta final de la contienda electoral de 2012. El miedo, la herramienta predilecta de aquellos que operan el sistema político para lucrar con la misera de la gente, el pánico como proyecto económico. Todas estas cuestiones se ilustran a la perfección en el documental Estado de Shock, producido por el Canal 6 de julio, en el que se evidencian los fines ocultos de la llamada guerra contra el narcotráfico, la justificación idónea para maquillar un gobierno ilegítimo, un proyecto de colonización cortesía de la oligarquía norteamericana y una oportunidad perfecta para aniquilar a la disidencia. Un diagnóstico crudo y desolador del país en el que vivimos, tan herido por la enajenación idiota de los cobardes que prefieren evadir la terrible realidad que nos rodea antes que enfrentarla cara a cara.

Sin embargo, no todo está perdido, como bien esgrime la máxima de Hölderlin: “allí donde está el dolor está también lo que salva”. Y esto es precisamente lo que intenta explicar el politólogo estadounidense Gene Sharp en su libro De la dictadura a la democracia, un manual de cómo iniciar una revolución pacífica sin morir en el intento. Sharp considera que para acabar con un régimen corrupto, es necesario atacar aquello que lo legitima. Si bien el argumento de este teórico de la revolución pacífica no es algo nuevo (ya que Max Weber detalla este punto en su célebre obra Economía y sociedad: esbozo de sociología comprensiva, al explicar los conceptos de legitimidad y orden social), sí lo es la manera tan esquemática en que explica, paso a paso, cómo desgastar la credibilidad del poder político sin la necesidad de empuñar un arma de fuego. Y esto se debe a la manera en que la paz despierta un sentimiento de humanidad en el corazón de la gente, sin importar que se trate de policías o militares. La paz nos conecta con los otros y le devuelve el poder a la comunidad política.