En busca del barro primigenio: análisis del poema El cántaro roto, de Octavio Paz

 

 

Manuel Hernández Borbolla. En busca del barro primigenio: análisis del poema El cántaro roto, de Octavio Paz. Universidad Iberoamericana. Ciudad de México, 10 de mayo de 2016.

 

cantaro.jpg

El Cántaro Roto, es un poema de carácter onírico escrito por Octavio Paz, en el cual se revelan las escenas de una tierra desangrada por la ira del hombre que se desgarra a sí mismo para luego purificarse en el río cuyas aguas se remontan al principio del tiempo. El poema, publicado dentro de La estación violenta (1958), está compuesto por versos libres de largo aliento en los que se abren visiones proféticas que dan cuenta de un momento específico en la historia de un país llamado México, enmascarado por la mentira del progreso, una promesa siempre incumplida que pareciera tratar de silenciar aquellos gritos que emergen de lo profundo de la tierra y se rompen como un maleficio sobre el campo yerto arado por el olvido, olvido que echa raíces que resuenan y se rebelan ante la tiranía de sus gobernantes para luego extenderse en el río de la resurrección que habrá de sanar todas las heridas del mundo. El poema inicia así, con una mirada que bien podría ser también el comienzo de una epifanía:

La mirada interior se despliega y un mundo de vértigo y llama nace bajo la frente del que sueña:

soles azules, verdes remolinos, picos de luz que abren astros como granadas…

A partir de esas coordenadas, el monólogo interno del poeta se va extendiendo como un incendio por el seco bosque, donde las llamas van abriéndose paso por el escarpado terreno hasta devorarlo todo para que las primeras lluvias del verano puedan regar con sus lágrimas la devastación del mundo y pueda entonces florecer un nuevo comienzo. Con este tono habrán de emerger las imágenes surrealistas que se suceden una tras otra como ametralladora, imágenes que se dejan arrastrar por la lengua del poeta que se va desenrollando a ras de tierra, una lengua que va buscando su propio rostro en los huesos de los ancestros que respiran en la soledad de otro tiempo, una era antigua marcada por constelaciones erráticas que marcan el destino del hombre, ese pasado idílico donde habitan “bosques de ecos y respuestas y ondas, diálogo de transparencias”, un lugar sagrado donde los pájaros cantan “en la frente del que sueña”, y donde fluye “ese sonar remoto de agua junto al fuego, de luz contra la sombra”. En estos términos se despliega la primera de ocho elocuentes estrofas que componen el poema.

Pero de pronto llega la noche, esa punzada de saberse solo y abandonado en medio del desierto, sensación que el poeta recrea con la voz de la naturaleza, murmullos lejanos que hablan de ese miedo a la soledad, ese miedo de permanecer a la deriva en cerros impregnados con el dulce y sutil aroma de la muerte.

Pero a mi lado no había nadie.

Sólo el llano: cactus, huizaches, piedras enormes que estallan bajo el sol.

No cantaba el grillo,

había un vago olor a cal y semillas quemadas,

las calles del poblado eran arroyos secos

y el aire se habría roto en mil pedazos si alguien hubiese gritado: ¿quién vive?

Las imágenes de aquel desolado páramo parecieran plantear la encrucijada que habrá de manifestarse en la sanguinaria violencia del hombre, nutrido de venganza. Y es en ese momento que se produce la fractura, y se quiebra el frágil cántaro que da nombre al poema, cántaro roto que es también artificio donde reposa el agua, símbolo de la cultura, manifestación del ser que vive en sociedad y transforma el barro, un cántaro que se rompe en mil pedazos como los dioses muertos que fueron incapaces de contener la grotesca ambición del “cacique Gordo de Cempoala”, cuya inmortalidad contrasta con los dioses que decidieron exiliarse en algún solitario rincón del cosmos. Un grito flamígero en el que el poeta cuestiona la dolorosa existencia que se manifiesta frente a sus ojos:

Dime, sequía, dime, tierra quemada, tierra de huesos remolidos, dime, luna agónica,

¿no hay agua,

hay sólo sangre, sólo hay polvo, sólo pisadas de pies desnudos sobre la espina,

sólo andrajos y comida de insectos y sopor bajo el mediodía impío como un cacique de oro?

Versos que serán el preámbulo para que la tiranía del sapo inmortal se derrame sobre el mundo, entre charcos de sangre, escombros de una guerra perdida en el clamor de la victoria o el siempre pedante ritual de la obediencia. “¿Sólo el sapo es inmortal?”, se pregunta el poeta ante la sombra que se ciñe sobre el mundo, síntoma irremediable de la desolación del hombre, el insoportable hedor de la miseria, mismo que se retrata en el párrafo siguiente, donde se puede palpar la crueldad del hombre carnívoro que se devora a sí mismo en el crujir de los huesos y dientes que chocan incesantemente uno contra otro, en la interminable danza de la ignominia que nunca escampa y lo mastica todo mientras rugen los tambores al compás de la sangre: “he aquí a la noche de dientes largos y mirada filosa, la noche que desuella con un pedernal invisible”. Un panorama terrible en el que todo queda pulverizado, hecho añicos, un puñado de escombros y cascajo que da cuenta sobre el derrumbe de la existencia humana:

he aquí al hombre que cae y se levanta y come polvo y se arrastra,

al insecto humano que perfora la piedra y perfora los siglos y carcome la luz,

he aquí a la piedra rota, al hombre roto, a la luz rota.

Una imagen angustiosa que pareciera conducir a la indiferencia como único mecanismo posible para soportar la barbarie: “¿Abrir los ojos o cerrarlos, todo es igual?”, se pregunta Paz como preludio de la última pregunta, la definitiva, aquella interrogante fatal que habrá de dar la pista para hallar redención, el anhelado comienzo.

Dime, sequía, piedra pulida por el tiempo sin dientes, por el hambre sin dientes,

polvo molido por dientes que son siglos, por siglos que son hambres,

dime, cántaro roto caído en el polvo, dime,

¿la luz nace frotando hueso contra hueso, hombre contra hombre, hambre contra hambre,

hasta que surja al fin la chispa, el grito, la palabra,

hasta que brote al fin el agua y crezca el árbol de anchas hojas de turquesa?

Y es entonces que el poema da un giro. El diálogo desgarrador del poeta con el mundo se convierte en un monólogo donde se funden el poeta que canta y el mundo que es canto, dos fuerzas que convergen y hacen vibrar las cuerdas donde habrá de resonar la música del mundo. Una epifanía que comienza nuevamente donde empezó todo, en el sueño, esa delgada franja que divide el territorio de lo imposible, esa frontera imaginaria y fecunda donde habrán de nacer todos los cantos, todas las flores extraviadas en las noches sin luna, todas las llagas acumuladas durante siglos convertidas en semilla gracias al milagro de la poesía. Para el poeta, el camino de la resurrección es también el camino del regreso al origen, y para ello habrá que navegar aguas arriba y dejarse arrastrar por la corriente que habrá de conducirnos a un nuevo comienzo donde habrá de florecer el hombre que recogerá sus pedazos para amasar el barro primigenio que habrá de usar el alfarero cósmico para formar una nueva vasija que dará forma a la incontenible sed de eternidad del ser humano, misma que habrá de realizarse en el sueño purificador del que sueña despierto y escribe versos en el aire. Es entonces cuando el poema despunta como los primeros rayos del alba para luego desdoblarse hasta el infinito:

Hay que dormir con los ojos abiertos, hay que soñar con las manos,

soñemos sueños activos de río buscando su cauce, sueños de sol soñando sus mundos,

hay que soñar en voz alta, hay que cantar hasta que el canto eche raíces, tronco, ramas, pájaros, astros,

cantar hasta que el sueño engendre y brote del costado del dormido la espiga roja de la resurrección,

el agua de la mujer, el manantial para beber y mirarse y reconocerse y recobrarse,

el manantial para saberse hombre, el agua que habla a solas en la noche y nos llama con nuestro nombre,

el manantial de las palabras para decir yo, tú, él, nosotros, bajo el gran árbol viviente estatua de la lluvia,

para decir los pronombres hermosos y reconocernos y ser fieles a nuestros nombres

hay que soñar hacia atrás, hacia la fuente, hay que remar siglos arriba,

más allá de la infancia, más allá del comienzo, más allá de las aguas del bautismo,

echar abajo las paredes entre el hombre y el hombre, juntar de nuevo lo que fue separado,

vida y muerte no son mundos contrarios, somos un solo tallo con dos flores gemelas,

hay que desenterrar la palabra perdida, soñar hacia dentro y también hacia fuera,

descifrar el tatuaje de la noche y mirar cara a cara al mediodía y arrancarle su máscara,

bañarse en luz solar y comer los frutos nocturnos, deletrear la escritura del astro y la del río,

recordar lo que dicen la sangre y la marea, la tierra y el cuerpo, volver al punto de partida,

ni adentro ni afuera, ni arriba ni abajo, al cruce de caminos, adonde empiezan los caminos,

porque la luz canta con un rumor de agua, con un rumor de follaje canta el agua

y el alba está cargada de frutos, el día y la noche reconciliados fluyen como un río manso,

el día y la noche se acarician largamente como un hombre y una mujer enamorados,

como un solo río interminable bajo arcos de siglos fluyen las estaciones y los hombres,

hacia allá, al centro vivo del origen, más allá de fin y comienzo.

La tiranía del mundo se desfonda en el canto del poeta que se reconecta con el mundo, y encuentra el amor que late en todas las cosas, devolviéndole al mundo el sentido perdido. El épico relato es también una metáfora del hombre que se encuentra a sí mismo en su propio canto, ese monólogo interno que habrá de derramarse sobre la tierra y el cielo que se reinventan en luces de ignorados colores que habrán de darle un nuevo brillo a la existencia humana.

Una composición plagada de imágenes donde el sueño descarnado de la naturaleza aparece como una respuesta a la retórica baldía de los grandes caciques de los años 50, instalados en el mito de la revolución campesina que trajo consigo el llamado “Milagro mexicano” que contrastaba fieramente con las escenas que el poeta tuvo oportunidad de percibir luego de dar algunas conferencias literarias en San Luis Potosí y Monterrey, tal como relataría Paz muchos años después de haber escrito aquel memorable poema.

“Hice el viaje y me impresionó no solamente el vasto desierto sino también la pobreza de la gente del campo. Ese paisaje desolado me produjo tristeza y desesperación. Era la otra cara de la prosperidad de que estaban tan orgullosos los grupos dirigentes del país. A mi regreso escribí El cántaro roto, comenzando en el tren, que fue publicado en el primer número de la Revista Mexicana de Literatura. Se provocó un pequeño escándalo porque la prensa conservadora me acusó de haber escrito un poema comunista. Hubo muchas y encendidas polémicas. El cántaro roto, desde un punto de vista poético, literario, acusa no sólo mi tránsito por el surrealismo sino también por la poesía náhuatl”.[1]

De este modo, el poema confeccionado a partir de una constelación de imágenes poseedoras de un ritmo de antigua letanía y sonoridades de río caudaloso, va desarrollando un relato que surge de una escena extraída de la entrampada realidad nacional para constituirse como un canto universal del ser humano que busca respuestas a la crueldad del mundo en el refugio de la poesía, aquel paraíso del ensueño que habrá de sanar todas las heridas del mundo con el canto vital del poeta que hace temblar la tierra y la noche con un suspiro, un desgarrado río de palabras capaz de propinarle una tunda a la muerte para renacer entre huesos molidos por la sórdida tormenta de las balas, el transcurrir de los años que van secando lentamente el corazón y se adhieren al alma, un relato de las muchas contradicciones que plantea la vida a la hora de realizar ese proyecto siempre inacabado de vivir, vivir con la certeza de que no todo es desolación y furia en el reino del hombre, sino también esperanza y canto de pájaros, una hazaña que se repite todos los días y todas las noches dese el comienzo del tiempo, para que germine el mañana.

::.

[1] “Octavio Paz por él mismo 1954-1964”, en Gustavo Jiménez Aguirre y Rodolfo Mata. Horizonte de poesía mexicana. Universidad Nacional Autónoma de México. México, diciembre de 1996.

Acerca de manuelhborbolla

Poeta, filósofo y periodista, egresado de la UNAM. Creo que es posible transformar el mundo a través de la poesía.

Publicado el 10 May, 2016 en Otros desvaríos y etiquetado en , , , , , , , . Guarda el enlace permanente. Deja un comentario.

Deja un comentario